Sicut lux veritatis in historia
nostra/ Como luz de la verdad en nuestra historia la egregia figura de Federico
González Suárez brilla esplendente en el horizonte cultural de la patria, desde
donde elévase in excelsis como varón de inmarcesibles virtudes, exemplaris
et singularis ómnibus nobis. Nacido el doce de abril del año del Señor
de 1844, cuando Santa de los Ríos de Cuenca cumplía 287 años de su castizo
natalicio, y muerto hace cien años exactamente, in quitensis urbe, en la
madrugada del primero de diciembre de 1917, fue un eclesiástico, historiador y
arqueólogo ecuatoriano.
In provintia aequatorianae
Societatis Iesu/ En la provincia ecuatoriana de la Compañía de Jesús González
Suárez refulge como uno de sus militantes, pues por casi cerca de diez años fue
jesuita, orden a la que abandonó en el año del Señor de 1872, a los 28 años de
edad, «por razones que se las guardaba en el fondo de su corazón» como
escribiría ab imo pectore en sus «Memorias Íntimas» cuando en la edad
provecta reflexionaba sobre el sensus vero de su prolífica
existencia, en el instante en que como hombre de bien cuestionábase sobre el sentido de la vida con las inmortales preguntas: ¿Quis egomet sum?/¿quién soy?; ¿Unde venio?¿Quoque vado?/ ¿De dónde vengo y a dónde voy?; ¿Cur mala adsunt? ¿Quid nos
manet hanc post vitam?... ¿Por qué existe el mal? ¿Qué
hay después de esta vida?...
Su salida de la Compañía de Jesús
benefició copiosamente a Cuenca, urbe que – la verdad sea dicha- representó
para el ilustrísimo prelado su madre intelectual pues por espacio de 11 años,
desde 1872 hasta 1883, lo acogió como hijo adoptivo siendo el lugar en donde
forjóse como presbítero católico romano apud flumina Tomebamba. La ciudad
cargada de alma fue el magnánimo suelo en donde nació su afición por los
estudios históricos y arqueológicos en donde, post factum, habría de destacarse
como estrella luminosa de refulgente presencia ad futuram rei memoriam.
Y es que en la Atenas del Ecuador
hubo un cuencano ilustre que supo justipreciar el asombroso talento del egregio
historiador ecuatoriano. Trátase de monseñor Remigio Estévez de Toral, quien
fue su mecenas y padre espiritual, por quien Cuenca embebióse de la sabiduría, la
preclara inteligencia, la pluma y la fuerza oratoria de su verbo in
nostra Sancta Mater Ecclesia et super omnia in culturalis aspectibus. In
illo tempore/ Por aquel tiempo, era ya un integérrimo varón que
descollaba fulgurante ora por su gran talento, ora por su habilidad política, ora
por su sabiduría enciclopédica, ora por su oratoria sagrada que aseméjalo a un
verdadero Crisóstomus in conchensis urbe et in patria
aequatorianae.
Esas fueron precisamente las
virtudes que haríanlo alcanzar las posturas más altas ab intra ecclesiae,
dentro de la Iglesia, desde donde ejerció una influencia todopoderosa ora en la
política, ora en la religión, ora en el Estado pudiéndose decir de él ex
tota fortitudine: vir bonus discendi peritus/ hombre de bien que
sabe hablar, tal como si fuere una luminosa personalidad in
Roma Semper aeterna et solus ab immemorabili.
En la política la Divina
Providencia teníalo asignado un rol importantísimo ad perpetuam rei memoriam. Ergo,
en el año del Señor de 1878 fue electo diputado por la provincia del Azuay a la
Convención de Ambato. Cuando tuvo que dejar a la ciudad de Cuenca, urbe semper
amata, en 1883, establecióse in quitensis urbe, desde donde volvióse
un adversario inflexible de la oprobiosa y vesánica dictadura de Ignacio de la
Cuchilla, así llamado por el verbo flamígero de Montalvo al Gral. Ignacio de
Veintemilla, de aviesa condición y atrabiliaria conducta contra dignitatis et adversum
libertatis.
Esta respetable postura hízole
una figura temida por su gran prestancia moral y para el año del Señor de 1887
González Suárez encumbróse aún más como sol esplendente del horizonte moral de
la patria al desnudar a José Peralta como un vergonzante plagiador, acusación
de la que jamás Peralta pudo resarcirse ante el genio sapiente que lo puso en
la vindicta pública como un falsario fanático y deshonesto in communitate nostra.
El Congreso del año del Señor de 1892
acogeríalo aún como senador de la república, mientras para la época su gran
Historia del Ecuador consolidábase ya como la más grande contribución a la
patria in via historiae. Es en este momento en que estando en el
pináculo de la fama, nuestro Santísimo Señor León, por la Divina Providencia
papa XIII, erigiólo para ocupar el obispado de Ibarra, el 14 de diciembre de
1894, supérstite la gran polémica que incendiaba a la república por las graves
denuncias que su pluma consignó en el tomo IV de su Historia del Ecuador en
contra de la orden dominica, por un escándalo que habíase ocultado desde la
Colonia contra veritatis.
La revolución liberal y el
fanatismo clerófobo de Alfaro no pudieron contra él y en el año del Señor de
1906 el Santo Padre Pío X nombrólo como Arzobispo de Quito, siendo el único
obispo ecuatoriano en todo el territorio patrio y ejerciendo el papel de
«guardián de la fe». Desde allí, in quitensis urbe, con su habilidad
política fue el gestor del nombramiento de obispos en todas las diócesis
ecuatorianas en las que el fanatismo liberal había impedido que la Santa Sede
nombrara purpurados, mientras la capital de la república fue el epicentro de su
gran labor apostólica gobernando a la iglesia ecuatoriana hasta su muerte.
Sicut quitensis archiepiscopus in
patria aequatorianae/ Como arzobispo quiteño en la patria ecuatoriana
fue demasiado inteligente para despolitizar al clero. No obstante, mantúvose implacable
para oponerse a la doctrina liberal, ex tota anima sua, con las
leyes que a su pensar íbanse en contra de la Iglesia, como aquellas del
matrimonio civil, el registro civil, la libertad de cultos, el divorcio y el
laicismo estatal, tanto como la ley de educación en la que subyacíase el
laicismo.
In admirabilis magisterium ab intra Ecclesiae/ En admirable magisterio dentro de la Iglesia, así habría de describir su labor patriótica pro Patria et Deo: «Como obispo me considero firmemente adherido a la silla apostólica... Como ciudadano, amo a mi patria con el más sincero amor y el más desinteresado patriotismo. En mi pecho caben muy bien el amor a la Santa Iglesia y el amor a la patria, sin que el un amor pugne con el otro, pues en la moral católica es imposible esa pugna. Y no sucederá nunca el caso de que un católico sincero se encuentre en la ineludible disyuntiva de optar entre el sacrificio de la patria o el sacrificio de la religión».
In admirabilis magisterium ab intra Ecclesiae/ En admirable magisterio dentro de la Iglesia, así habría de describir su labor patriótica pro Patria et Deo: «Como obispo me considero firmemente adherido a la silla apostólica... Como ciudadano, amo a mi patria con el más sincero amor y el más desinteresado patriotismo. En mi pecho caben muy bien el amor a la Santa Iglesia y el amor a la patria, sin que el un amor pugne con el otro, pues en la moral católica es imposible esa pugna. Y no sucederá nunca el caso de que un católico sincero se encuentre en la ineludible disyuntiva de optar entre el sacrificio de la patria o el sacrificio de la religión».
Un retrato físico del celebérrimo
arzobispo muéstralo así, de verbo ad verbum: «estatura pequeña, cabeza bien formada, cabello entrecano, frente alta y
limpia donde brillaba la centella del genio, espesas y arqueadas cejas, el
mirar melancólico y penetrante, la nariz larga y algo extendidos los labios al
terminar en su parte inferior, las mejillas blancas, sonrosadas y salientes; la
boca grande y gruesos labios, el andar lento y mesurado. Tranquilo y apacible
en el trato familiar y cuando estaba de buen humor, serio y severo en el
ejercicio del ministerio sacerdotal. De temperamento nervioso y sensible, al
contemplar su rostro bien a las claras se veía que un sentimiento de tristeza
profunda dominaba su alma noble y generosa. Sus modales decorosos y dignos
inspiraban respeto y aún veneración. Tenaz en sus propósitos y firme en sus
resoluciones, nunca le faltó el valor para llevar a cabo empresas de
trascendental importancia. Solía decir que el honor era el premio a la virtud.
Sirvió de puente y evitó el abismo entre dos mundos, el decimonónico que él
clausuró y el siglo XX que inauguró con su influyente personalidad de sabio y
sacerdote. Al recibir a cualquier persona levantaba la cabeza y el pecho para
mirarla de frente, gesto que le daba un aire señoril y regio, como de quien no
se intimida ante nadie y que infundía respeto y algo de turbación en cuantos se
le acercaban, sobre todo la primera vez. De índole comunicativa, gustaba de la
conversación y de las tertulias de amigos, deleitándolos con las anécdotas que
refería con gran franqueza y cierto gracejo».
In via historiae, fue el
fundador de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos y en el
año del Señor de 1909 fundó la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos
Americanos, que en 1920 transformaríase en la Academia Nacional de Historia.
Fotografía: R.P. Iván Lucero, SJ
Cien años ha, el sábado 1 de
diciembre de 1917, alrededor de las 04h00 expiraba este santo varón ad portas
Dei, en el Palacio Arzobispal. La ciudad alborotóse pues había muerto el más importante
personaje de la patria, el varón de mente lúcida y de alma apasionada pro
patria et Deo. El presidente Alfredo Baquerizo Moreno, el Ilustre Concejo
Cantonal de Quito presidido por J. F. Game, la Corte Suprema de Justicia, la Academia
de Abogados, la Junta Administrativa de la Universidad Central, la Sociedad
Ecuatoriana de Asuntos Históricos fundada por el conspicuo arzobispo con las
diferentes diócesis de la patria uniéronse al dolor que su partida causaba sicut
magno sacerdos in persona Christi capitis et sancte episcopus in nostra Sancta
Mater Ecclesia ubi luceat omnibus nobis sicut lux veritatis in historia nostra.
Diego Demetrio Orellana
Datum Concha, apud flumina
Tomebamba, mensis dicembris, die primus, reparata salute Anno Dominicae
Incarnationis MMXVII, vesperas I Dominica Adventus.
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