In libris libertas et vera sapientia/ En los libros libertad y verdadera sabiduría dícese en todo el universo frente a la lectura de buenas
obras bibliográficas puesto que ellas acopian verdadero conocimiento para los
lectores que búscanlas con la avidez que la curiosidad reclama y el interés por
descubrir el «gaudium de veritate» o «gozo de buscar la verdad».
Mas la realidad confírmanos, in tertio millenio adveniente,
que en un mundo donde ha perdídose la erudición ya no es común que los actuales
libros sean siempre fuente de sabiduría pues muchos de quienes cogen la pluma
escriben con ligereza o liviandad para pergeñar sus ideas sin ningún rigor
científico y metodológico atropellando al conocimiento per fas et per nefas. En
otros casos, hay quienes con negligencia producen deplorables obras con las que
desinformánnos malformando la verdad, creando falsos históricos y difundiendo
mendaces aseveraciones y falaces investigaciones que en nada aportan para el
verdadero conocimiento por la ausencia de veracidad, mientras otros fementidos
pseudoescritores, con audacia, piden prestado el tintero y vuélvense
plagiadores y falsarios ad verecundiam et contra
veritatis. Ante la barbarie que el asunto implica son múltiples los
manuales o tratados que encuéntranse en las librerías o en portales de
Internet, in ciberspatium, con supuestos métodos para escribir y redactar
correctamente como si este oficio tuviese secretos para la buena escritura a
base de guías prácticas con las cuales ofrécese que cualquiera puede
convertirse en un escritor de fuste, solvente y creativo para el arte del bien
decir.
Lo curioso del asunto, para quienes vivimos de la pluma, es
que estos consejos o reglas para escribir son solamente engañifas y zalagardas
que cual anzuelos cautivan solamente a los incautos y los cándidos puesto que
la experiencia nos revela que nadie ha convertídose en un buen escritor con el
aprendizaje de estos manuales que, en adecuado parangón, son obras que
parécense a los libros superacionales que representan per se literatura de
pésima calidad in vita communitatis.
La verdad sea dicha, escribir es una actividad intelectual
para la que requiérese vocación innata y constante experticia en la lectura y
el estudio ya que, como bien dice el dicho latino: «Quod natura non dat Salamanca non
prestat/ Lo que natura no da Salamanca no lo presta», es el talento
para la pluma lo que hace auténtico a un escritor cualquiera más allá de que el
oficio de escribir es un fenómeno psicológico por el cual una mente logra que
ciertas ideas acontezcan en otras mentes. Y para que esto de verdad suceda es
menester que exista otra cualidad en el hombre de pluma: la empatía con quienes
leen sus obras, condición sine qua non para que las palabras
sean el vehículo comunicacional del escritor que encandila con ellas, como
emisor de un mensaje, a todos sus lectores convertidos en los receptores de las
ideas que transmítense a través de un escrito. Ergo, no quienquiera
maneja mentalmente el preciso vocabulario con el cual créanse y recréanse los
pensamientos con que atráese al público lector pues solo un auténtico hombre de
letras puede hacerlo con la suprema habilidad comunicacional que imbrícase de
profundis en su abnegada labor de escritura.
El fenómeno de escribir engólfanos a un interesante periplo
para introyectarse en las mentes de los lectores en una especie de
psicotecnología propia de ciertos seres privilegiados que en el mundo de las
letras son como la «lux veritatis» o «luz de la verdad». Esto ha sido tan
certero in historia mundi que los verdaderos hombres de pluma
representan una minúscula élite ya que el dicho popular castizo advierte con
apodíctica certidumbre que «de músico, poeta y loco todos tenemos un
poco» y así cualquiera escribe cuanto quiere y como sea mientras que
solo una privilegiada élite hácelo con ingenio y creatividad. Esta es la razón
por la cual no encuéntrase un Premio Nobel a la vuelta de la esquina y muchos
escritores de fuste experimentan una dolorosa soledad lejos de las vanidades
del mundo, mirados como seres extraños y estrambóticos o estrafalarios que
viven sumidos en profundos pensamientos que devélanse en la escritura de sus
textos como catalizadores de la realidad que nos circunda. Así entonces, el
ejercicio de escribir deviene, ad experimentum, en una interesante
aventura por la que lo que hacemos cada día es: «contemplare et contemplata aliis
tradere/ contemplar y dar a otros lo contemplado». Y es esto
ciertamente lo que hace que un escritor sea exitoso en su labor más alla de que
cuando cogemos la pluma no podemos controlar las reacciones de los lectores ni
sus expresiones faciales o sus gustos o disgustos ante lo que escribimos, tanto
como sus rabietas y pataletas ante una verdad proferida con acrimonia o una
crítica lanzada con ataraxia y firmeza.
Frente a los escritores no todos pueden calibrar si
encuéntranse ante una persona que domina el tema pues los sorprendedores
pululan en el aire como los viruses que dejan a la gente aterida de pavor. Por
eso, para detectar a un falsario es menester la posesión de una gran erudición
frente al tema que enfréntase in via veritatis. Es triste que no
todos los lectores suelen tener capacidad para ello. Ergo, escribir es un
potente mecanismo por el que prodúcese un fenómeno mental en el lector, a
distancia, a la manera de un control remoto, pues las ideas que trasuntan un
texto dícense con palabras que tienen poder y débense consignar diciendo lo que
se siente y sintiendo lo que se dice, que no es otra cosa que la sindéresis
entre la verdad y las palabras con las cuales déjasela de manifiesto acriter
et fideliter/ con valentía y fidelidad. También es la posibilidad de
transmitir ideas latentes que actívanse en las mentes de los lectores a través
de un sistema intercomunicacional por el que opera en muchos casos una especie
de continuum
por el que géstase una crisálida transpersonal.
Pero también el ejercicio de escribir es la manifestación
expresa de un comportamiento común a todo el género humano pues cada persona
escribe diem per diem/ diariamente para comunicarse. La diferencia
estriba en quienes hácenlo con la experticia y la vocación del literato que
exorna con sus textos el mundo de las letras frente al ciudadano común que
solamente expresa sus ideas en coloquial lenguaje cuando consígnalas in
scriptis. Así pues, escribir es también llamar la atención de los
lectores para hacer visible las ideas que escribiéronse en un texto. En la
escritura el hombre de pluma revolotea con las palabras, juega con ellas,
decodifícalas si es menester para crear belleza al describir algo que
encuéntrase en el camino, ora un paisaje, ora un animal, ora una iglesia, ora
una sensación determinada para decirlo llamando la atención a fin de provocar
la misma mirada con la que inspiróse al momento de transmitir sus ideas. Es
entonces el arte de cómo llamar la atención para incidir en que las miradas de
los lectores sean las mismas frente al hecho descriptivo.
El momento que
escribimos los hombres de pluma solo pretendemos, cum accurata diligentia,
ver algo interesante y capturar la atención del lector hacia esa cosa. Y aunque
lo precedentemente dicho parece algo lógico es en la sencillez y la
autenticidad con las que dícense las cosas donde radica la empatía del escritor
con el lector. No hay que complicar el lenguaje ni enrevesarlo pues «la sencillez
es el signo de la verdad» como decía Einstein. Y no por la simpleza
carecemos de profundidad y en tanto no lo carecemos la elemental empatía entre
lector y escritor está asegurada. Los malos escritores no enfocan este
principio y aléjanse de la correcta mirada hacia este asunto de preeminente
valía, mientras los académicos desenfócanse muchas veces cuando en sus textos
presumen de su saber.
Ad exemplum, en el
mundo periodístico es donde más puédese mirar la empatía del escritor y el
lector por la simpleza con la que escríbense las cosas para informar o dar a
conocer una noticia puesto que mientras más sencilla es aquella más comunica
con efectividad provocando a los lectores. Trátase entonces de lograr una
«atención fusionada» por la que el texto que escríbese vuélvese transparente a
maxima ad minima y mientras más transparencia exhiba lógrase la
efectividad al reflejar lo que quiérese: un compendio de palabras a través de
las cuales puédese contemplar una realidad cualquiera in via claritatis/ en el camino
de la claridad pues lo único que hacemos es volver perceptible a
alguien cercano a nosotros una realidad o circunstancia en su prístina
significación. Digámoslo a similis, en términos del diseño
gráfico, que es como si tanto el escritor y el lector, juntos, escanearan un
paisaje para mostrar su «vera effigies».
Cuando el escritor contempla una cosa que impacta su
atención y descríbela mediante un juego de palabras crea un lenguaje literario
en el que trasunta belleza y ese mundo perceptible hácelo visible para el
receptor; ergo, los términos deben sintonizarse con la mente de los
lectores y es aquí donde la precisión semántica que débese buscar en un escrito
juega un rol predominante para conseguir lo que queremos que el lector sea
capaz de ver. Por lo tanto, el ejercio de escribir no solamente es
transparentar una realidad con las palabras sino hacer visible las cosas a
través de la semántica.
Por eso es que la afinidad entre el escritor y sus lectores
no queda garantizada si el texto carece de precisión semántica que no es otra
cosa que la coincidencia esencial entre las palabras con que defínense o
profiérense las cosas y la realidad que trasparéntase al momento de hacerla
visible en un escrito. En la narrativa, exempli gratia, esa afinidad es más
notoria cuando el novelista logra que el lector identifíquese de
profundis con el personaje objeto de su novela a punto tal de que los
pensamientos del protagonista vuélvense nuestros y sus acciones, sin
proponérselo, parecen ser nuestras también.
Por ello, huelga decir que la combinación entre la buena
escritura con la atenta lectura prodiga una circunstancia sui generis donde
nosotros entramos en una especie de trance por el que apréciase una simbiosis
entre el estado mental de los lectores al leer con aquel del autor al momento
de escribir. Hablaríase, stricto sensu, de una telepatía que
lógrase cuando interactúase el tiempo y el espacio. Es por ello que en la
ficción lógrase que el lector adquiera una sensación de autenticidad y de
inmediatez por las que las circunstancias narradas parecieran ocurrir, ex
abrupto, mientras las leemos sin que detéctese que fueran trabajadas y
pulidas en un largo proceso de tiempo por un escritor que, sentado en su
escritorio, cavila y cavila para lograr personajes y escenas convincentes tal
como lógrase con la fotografía cuando captura in aeternum un instante
fácilmente perceptible por todos los espectadores a lo largo de los siglos. Esa
sintonía entre el lector y las circunstancias y personajes de un escrito es lo
que hace magistral a una obra literaria o a un ensayo en donde las
descripciones son de tal clarividencia que los lectores terminan
compenetrándose en el texto para comprehenderlo y asumirlo en su prístina
verdad. Y en el ensayo existe un plus que exórnalo de belleza literaria cuando
en el escritor existe una irrenunciable consigna de vita et moribus: «veritas
sit visibilis ante omnia et super omnia/ la verdad debe ser visible ante todo y
sobre todo».
In historia mundi,
el fenómeno de escribir, por otra parte, ha sido estudiado desde diversos
àngulos y perspectivas considerando siempre la necesaria interacción que debe
existir entre autores y lectores. Mark Turner y Francis Noël, dos reconocidos
lingûistas de la època contemporánea, afirman que la escritura es una «atención
fusionada» donde puédese distinguir una articulación de ideas en las que
unifícanse dos perspectivas: aquella que es planteada por el escritor, quien
pone sobre la mesa un tema y la percepción del lector que será tanto más
efectiva cuanto más precisa sea la empatía de quien coge la pluma para emitir
un concepto. A esto llámaselo, in stricta iustitia, una encrucijada
sináptica que, a similis, funciona tal cual el cerebro coordina las sinapsis
en la masa encefálica.
Ad concludendi, en
el Día Mundial del Libro, dígase con clarividencia que el contacto telepático
entre el autor y el lector es la clave para que un libro sea bueno, más allá
del rigor científico y metodológico que débese guardar al momento de coger la
pluma pues el arte de escribir no es más que un artificio a través del cual
lógrase crear belleza en el mundo de las letras por lo que colúmbrase una
sintonía entre los hechos fácticos y la verdad que en ellos descúbrese para
hacer vivir momentos o ideas que acontecen, a priori, en la mente del
escritor y que replícanse, a capite ad calcem/ de la cabeza a los pies,
en las mentes de los lectores. Solo así el arte de escribir es un artefacto lingüístico por el que abrimos las puertas del conocimiento a los lectores
haciendo que aquellos vean con sus propios ojos lo que los nuestros vieron para
que las palabras sean veraces en la medida en que existe una fundamental
coincidencia entre los hechos y los términos que los definen o describen in
veritatis splendor.
Diego Demetrio Orellana
Datum Conchae, super flumina
Tomebamba, mensis aprilis, die XXIII, reparata salute Anno Dominicae
Incarnationis MMXX, in octava II Dominica Paschalis.
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