«AD MAIOREM DEI GLORIAM» o «A LA MAYOR GLORIA DE DIOS», san Ignacio de Loyola no representa solo un gran personaje de los fastos de la historia, al fundar a la Compañía de Jesús, orden religiosa que ha trascendido, in perpetuum, siendo el ejército de la Santa Madre Iglesia para transformar el mundo con sus afamados integrantes: los jesuitas. San Ignacio es un fulgurante sol in historia mundi, un célebre vasco, ex soldado y febricitante amante de las caballerías, un innato guerrero caído en la defensa de Pamplona, en 1521, cuyo nombre de pila era Iñigo de Loyola, conocido luego como san Ignacio de Loyola, quien nació a la vida del siglo en 1491 y murió, ad gloriam aeternam, el 31 de julio de 1556. Fue canonizado el 12 de marzo de 1622, in nostra Sancta Mater Ecclesia, a los 66 años de su fallecimiento.
Mas la vida, que llévanos siempre por insondables destinos, hizo que Ignacio de Loyola, a pesar de sus excepcionales dotes para la caballería y la milicia, terminara cual artillero de muy mala suerte, pues una bala de cañón casi vuélale la pierna derecha durante la guerra entre Navarra, Francia y España, en 1521. Este grave accidente, que dejaríalo con una notoria cojera para toda la vida, postró a Ignacio en su castillo familiar de Loyola para curarse de las heridas recibidas en tan feroz batalla de aquella cruenta guerra, permaneciendo en cama durante varios meses de convalecencia en los que vivió una especie de experimentum crucis por el que su existencia transformóse radicalmente para dejar las armas de las glorias del mundo trocándolas por las armas de la vida espiritual que llévannos a los infinitos arcanos de la patria celestial in via Dei et super omnia in via pulchritudinis.
Ad interim, para gastar el tiempo, en su tedioso reposo pidió libros de caballería, objeto cimero de sus predilectas aficiones, mas no existiendo tales obras en el castillo de Loyola entregáronle textos religiosos y algunas biografías de santos de la Iglesia Católica. En una narración contemporánea de este trágico trance podríase decir, in stricta veritas, que ante la petición de Ignacio de Loyola para leer las obras que más entusiasmábanlo, de profundis, en asuntos de caballería, al no haber televisión para distraerse, como hácenlo los enfermos del mundo contemporáneo en sus convalecencias, tuvo que leer copiosas obras hagiográficas. En el siglo XVI, en donde estamos ubicados en esta lectura, tampoco había Facebook ni Instagram, que hubiéranle permitido a Ignacio la publicación de sus fotos de aventuras con sus compañeros de armas. Menos había tik tok, netflix, play station o juegos electrónicos para pasar el tiempo, por lo que Ignacio de Loyola vióse compelido a navegar por las ignotas vías de la Hagiología, ciencia que versa sobre sagrados asuntos, con vidas de santos incluidas. Así es como surgió la vocación religiosa de este excepcional ser que, a través de estos textos, fue alejándose de las cosas mundanas para militar en las apostólicas correrías de la difusión del evangelio por los anchos cielos del mundo, dejando las armas para descubrir un trepidante camino hacia el éxito con las apasionantes expediciones apostólicas que convirtiéronlo en un soldado de Cristo in nostra Sancta Mater Ecclesia.
Embebido pues con las apostólicas aventuras de sabios y santos varones encaminóse a un proceso de conversión que llevaríalo a dejar definitivamente la milicia, a fuer de su cojera, para convertirse en un soldado de Cristo. La fecha de tal conversión fue el 19 de mayo de 1521 cuando habiendo peregrinado al santuario de la Virgen de Monserrat, en Cataluña, dejó a sus plantas su espada y cambió su vestimenta con el vestuario de un peregrino in via Christi, dejando atrás su rancio abolengo vasco in via humilitatis.
Un particular detalle de la prodigiosa vida del benemérito santo fundador de la Compañía de Jesús es el cambio de su nombre de pila, Íñigo, «españolizándolo» a Ignacio. Así, in hispaniarum historia o en la historia de los españoles, a «Iñigo» o «Iñaki», nombre de fuerte ancestro vasco, por un proceso de conversión cristiana que vivió el fundador de los jesuitas prefirió transformarlo en «Ignacio» en razón de que el epónimo personaje sintió afición por san Ignacio de Antioquía, uno de los padres de la Iglesia latina en la Patrística. Así es como siempre ha indagádose en cuanto a la razón por la cual el fundador de la Compañía de Jesús decidió este cambio transformacional en su cristiana identidad in vita societatis.
Debido a su glorioso pasado castrense, de fuerte raigambre militar, Ignacio de Loyola fundó a la Compañía de Jesús como una orden religiosa poseedora de una estructura militarizada ab intra ecclesiae, lo que le llevó a nominar al superior como «GENERAL» y a la orden religiosa por él fundada como «COMPAÑÍA», legando para ella un aire de milicia que en la Santa Madre Iglesia ha tenido un sui generis sentido castrense, no empresarial, aunque años después este nombre habría de prodigar a los jesuitas una perspectiva corporativa donde la disciplina es como su ánima mundi o alma del mundo para el éxito de sus empresas apostólicas, cuyos artífices, los hijos de san Ignacio de Loyola, han sido, in aeternum, los baluartes de la Iglesia destacándose por su alta formación eclesiástica, por su sapiencia y su intrépida capacidad de introyectarse en todos los ambientes para proclamar el evangelio como parte de una orden religiosa esencialmente misionera.
Ignacio de Loyola habíase destacado, durante su vida militar, como un excelente y diestro jinete, con méritos propios para pertenecer a la caballería, pero prefería más el asunto organizacional dentro del ejército, lo que denota su gran capacidad de liderazgo. Ergo, es por ello que cultivó una extraña afición al orden y a la disciplina, cualidades que distinguíanse en su vigorosa personalidad imprimiendo en la Compañía de Jesús un exquisito gusto por la perfección y la búsqueda de la excelencia, bajo el «magis ignaciano», para que la orden religiosa fuera pionera de grandes epopeyas misioneras que comenzaron bajo su égida en el instante mismo en que era fundada, puesto que a poco de haberse aprobado canónicamente, el 27 de septiembre de 1541, su alter ego, san Francisco Javier, fue enviado a la India como misionero para expandir el evangelio ad orientem en los confines del mundo.
El celo apostólico que imprimía en la organización de la Compañía de Jesús hizo proferir a san Ignacio una imperativa orden a los primeros jesuitas de la historia para que puedan inficionarse del fuego del amor divino en la difusión del evangelio. Así, cuenta la historia que nuestro Santísimo Padre, Ignacio de Loyola, decíales in lingua latina semper excelsa: «ITE, INFLAMMATE OMNIA», expresión que en nuestra prodigiosa lengua de Castilla significa: «ID, INCENDIADLO TODO». Y bajo esta imperativa consigna los jesuitas han sido fogosos misioneros en la propagación de la fe católica, in universa terra, habiendo llegado a constituirse en los más grandes e intrépidos evangelizadores in partibus infidelium o en lugares de infieles, a lo largo de la historia. Pero también, los hijos de san Ignacio de Loyola exploraron exitosamente los ámbitos académicos llegando a destacarse como eminentes y sapientes hombres de ciencia y de cultura, por lo que han refulgido in perpetuum como eximios educadores y pedagogos al establecer millares de colegios y cientos de universidades in mundum universum buscando en todo la mayor gloria de Dios: OMNIA AD MAIOREM DEI GLORIAM sicut dixit sancte Ignatius a Loyola, primus praepositus generalis Societatis Iesu in nostra Sancta Romana Ecclesia.
Diego Demetrio Orellana
Datum Conchae, apud flumina Tomebamba, mensis Iulii, die XXXI, reparata salute Anno Dominicae Incarnatonis MMXXIV, in solemnitate Sancte Ignatius a Loyola.